La felicidad es genética en la persona y positiva para las empresas

La felicidad es la meta. ¿Pero cómo caminar hacia ese horizonte? Las sendas propuestas son muchas y, a veces, opuestas.

Unos eligen la empinada senda de la resignación, mientras que otros viven la hiperacción. Algunos promueven la fusión con la naturaleza y las fuerzas del Cosmos (universo); mientras que muchos otros la han buscado en la unión con el Dios personal de las religiones monoteístas. Hubo quien aconsejó la mística oriental de la ausencia de deseos, mientras la sociedad de consumo en que vivimos nos bombardea a diario proponiéndonos satisfacer todos los placeres posibles… ¿Quién nos puede prometer la panacea de la felicidad?

Una es la meta. Muchos los caminos. ¿Cómo elegir el sendero correcto que lleve a la salida de este laberinto?

Y, más allá de la felicidad como meta personal, ¿por qué hacerla colectiva? ¿Por qué complicar a las organizaciones en facilitar un camino que no le aporta valor contable? Son preguntas honestas que merecen una reflexión sentida y sincera.

En el Manual de Felicacia abrimos la puerta para que la luz recoja el qué y el porqué. A lo largo de la lectura de los capítulos de esta obra encontrarás también el cómo; pero empecemos por el principio.

La magia de la felicidad

La felicidad es una palabra mágica que posee todos los componentes de estimulación, necesidad, deseo y placer. Todos queremos ser felices y hacer felices a los demás (a los nuestros, al menos).

Amor y felicidad son dos palabras que mueven el mundo. El cielo es la felicidad prometida, el amor es la felicidad biológica para transitar el camino.

¿Quién no quiere ser feliz? La felicidad es algo que llena, que es un anhelo alcanzable en el presente y que todos compartimos como destino final futuro.

Lo que nos distingue a cada ser humano no es el anhelo por conseguir la felicidad, sino el camino para llegar a alcanzarla. Es decir, que aunque el nombre de la cima sea común, cada uno ha establecido su cima –su objetivo– en una montaña distinta. Hacer cumbre para unos será acercarse a su concepto de dios, para otros alcanzar las mayores riquezas del mundo y para un tercero será el karma de la ausencia de deseos mundanos y placeres terrenales.

Desde pequeñitos nos enseñaron que hay que tener un fin al que llegar en nuestro camino vital. De hecho, hay algunos estándares culturales, como ese que algunos habrán hasta cantado: «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor; y el que tenga estas tres cosas que le dé gracias a Dios».

Hay otra sentencia popular que dice que en la vida hay que hacer tres cosas: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. Este sería el pleno para cantar el bingo de felicidad. Es un dicho que procede de la adaptación de un relato profético de Muhammad, el mensajero del Islam; que sintetiza el camino del conocimiento, de la convivencia armónica con la naturaleza y el legado social de nuestra progenie. Y es que recetas hay muchas.

Las religiones responden a esta pregunta con distintos planteamientos, pero todas coinciden en la existencia de una vida feliz y eterna después de la terrenal. Es el cielo, la vida eterna que nos permite estar con todo lo que más amamos por siempre jamás.

Ser feliz haciendo feliz a los demás es también un duro camino que nos encontramos en toda la historia de la humanidad en torno a esos hombres buenos que llamamos santos; pero que también pueden ser denominados héroes, solidarios, altruistas, mecenas o generosos.

Y es que la felicidad es el objetivo compartido de todo ser humano, sólo que diferimos en la manera de definir qué es la felicidad, de caminar hacia ella y de intentar alcanzarla.

El camino es la felicidad

«Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace», apuntaba el filósofo Jean-Paul Sartre redactando un sentir que pensadores y poetas llevaban siglos refiriendo en términos muy similares.

Y claro que tiene razón, ya que la felicidad está en el camino, no sólo en un punto de llegada. No es una meta a la que llegar, sino el mismo camino que se transita.

Decía Sandra Ibarra en su libro Las cuentas de la felicidad que ésta se consigue en las pequeñas cosas, en hacer cada día algo que nos aporte satisfacción; porque la felicidad también está en la superación diaria de barreras. «Lo pequeño es hermoso» [small is beautiful], decía el economista Schumacher.

«La felicidad es interior, no exterior; por lo tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos». Son palabras del escritor norteamericano Henry van Dyke.

Y en esa dirección de estar en equilibrio con uno mismo hay un viejo aforismo moral que señala: «Vive como piensas o acabarás pensando como vives». Pero, de una u otra forma, el equilibro interior nos lleva a la coherencia entre pensamientos y actos, entre deseos y acciones. En esa satisfacción interior estriba una de las raíces de la felicidad.

Es camino y es esfuerzo. Porque otra característica de la felicidad es que no es gratuita. Ya advertía Aristóteles que «sólo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego».

El hombre, aquel animal imperfecto

En el resumen de todo lo dicho, la felicidad es un anhelo del ser humano por completarse. Démonos cuenta de que el hombre es el único animal que nace incompleto, que nace desnudo, que no podría sobrevivir sin la vida social que le permite aprender de la cultura adquirida por sus antecesores y que, sin la protección de su familia (o tribu), no podría pasar de las primeras horas de vida. Necesita amor, calor, comida, protección y educación.

La felicidad es el complemento al alma del hombre. Igual que en la base de la pirámide de Maslow está el satisfacer las necesidades básicas –alimentación, calor, protección, etc.–; en los pisos superiores están el sentimiento de pertenencia, el reconocimiento social, la autoestima, el espíritu, el amor y la felicidad.

Si tenemos en cuenta este carácter incompleto del ser humano, seremos más conscientes de la necesidad de ser felices.

Podríamos decir que en el ADN de cada ser humano existe un gen al que podríamos llamar el «buscador de la felicidad». La felicidad es una necesidad genética en el ser humano. Hombres y mujeres se despiertan cada día intentando ser un poco más felices que ayer y menos que mañana.

La mentira más extendida de la historia editorial son aquellos libros que anuncian las fórmulas de la felicidad, los que prometen un camino interior exitoso o una fórmula mágica. No existe una fórmula universal. Cada uno de nosotros tiene una respuesta distinta, aunque todos tengamos el mismo formulario de examen al que responder: ¿eres feliz?

Tengo un amigo escritor de éxito, José María Zavala, que durante toda su vida nos ha saludado a sus amigos de una manera diferente. En lugar de preguntarnos el consabido «cómo estás», nos descerrajaba a bocajarro un: «¿eres feliz?». Y siempre cuesta responder ante tal pregunta imprevista. Como diría otro amigo mío: «Yo bien, ¿o tienes tiempo?».

Ser feliz no es un objetivo alcanzable con un monosílabo, con una respuesta simple.

La indefinición de los intangibles

Existen miles de definiciones porque la felicidad es un término indefinible e indefinido.

Mejor dicho, infinitamente definido de formas no unívocas. Es decir, incomprensible: no se puede comprender o aprender por el ser humano, sólo anhelarlo.

Nadie puede prometer la fórmula universal de la felicidad, porque sencillamente no existe, no es objetivable.

La felicidad es aquello que establece una meta final de satisfacción del hombre consigo mismo y que sólo el sujeto es capaz de validar.

Hay tantas fórmulas de la felicidad como personas hay sobre la Tierra. Sin embargo, todos identificamos la felicidad con algunos ingredientes.

Nadie puede compilar y explicar los ingredientes de la fórmula secreta de la felicidad y, por ello, nadie puede establecer qué tiene que hacer la empresa para conseguir que sus trabajadores alcancen el fin último de sus vidas, que no es otra cosa que ser felices.

Así pues, la felicidad –como intangible que es– no puede ser objeto del management de la gestión de las organizaciones como un objetivo alcanzable, medible y presupuestable.

El gobierno ético de las personas

Si la felicidad es una cuestión subjetiva (ya que varía en cada sujeto), ¿por qué hay que complicar la vida a los gestores de empresas que sólo pueden guiarse por cuestiones objetivas?

La razón es obvia y contundente. No podemos sustraernos a la realidad en la que vivimos, donde ha muerto la máquina (los bienes de producción) para dar paso a la inteligencia, la creatividad, la innovación… y la ética de los negocios, con sus principios y valores, con sus códigos deontológicos y sus compromisos de buenas prácticas.

La gobernanza de las corporaciones ya no mira sólo a los accionistas o propietarios, sino que tiene en cuenta otros grupos de interés (stakeholders) a los que los propios accionistas, la sociedad y la administración pública aconseja unas veces (deontología) y obliga otras (compliance) a que los cuide aportando resultados reales y cuantificables como los que recogen las memorias anuales de sostenibilidad, como el protocolo internacional GRI.

De esta forma, se pueden cifrar y medir dividendos sociales, ecológicos, medioambientales, sostenibles en los entornos de trabajo y, por supuesto, que cuidan a sus empleados.

Descubrir a las personas

Dejar de mirar a los empleados como trabajadores (recursos humanos) para comenzar a verlos como personas (equipos). Ese es el cambio sustancial de algunas organizaciones que están mutando su piel desde la gobernanza tradicional (masculinizada, jerárquica, objetivable y productiva) hacia una gobernanza más propia del siglo XXI: feminizada, flexible, corresponsable, igualitaria, justa, creativa e innovadora.

Aquí es donde comienza el Manual de Felicacia. En este contexto de nuevos modelos organizativos que piensan más en las personas como factor crítico del éxito del grupo (la empresa), que en aquellos modelos del pasado siglo donde sólo se veían engranajes mecánicos de fuentes de producción.

Porque, cuando hablamos de felicacia, por supuesto, hablamos de personas, de anhelos y de objetivos personales. Pero, también, hablamos de empresas, organizaciones y metas compartidos. Es decir, de compromisos por ambas partes.

Cuando de verdad se plantean modelos de gestión en los que los objetivos del grupo (la empresa) integran la facilitación de entornos felices, se generan las suficientes endorfinas corporativas como para generar un alma de las empresas en la que es posible dar un paso cualitativo superior hacia fines concretos reales, medibles y eficaces para la propia gobernanza de la empresa y el cumplimiento de sus fines mercantilistas.

Es decir, todos los autores de Manual de Felicacia –y tantos otros que no han podido participar en él– comparten con nosotros la firme creencia de que organizaciones felices engendran organizaciones más eficientes.

Seguro que Pilar Gómez-Acebo, Carmen Mª García y Alejandro Lucero me regañarían si concluyera que hay que buscar la felicidad de los empleados para generar más dividendos. No, hay que buscar organizaciones más iguales, justas y felices porque es lo que debemos hacer en conciencia (deontología).

Pero, además, disfrutemos sabiendo que hacer el bien es bueno para toda la empresa, es mejor y hasta puede ser más rentable si se hace con cabeza.

Los 20 autores que firmamos el Manual de Felicacia estamos convencidos, lo hemos experimentado y podríamos poner ejemplos reales de que organizaciones que buscan tener contentos a sus empleados generan muchos colaterales positivos en retención del talento, creatividad, productividad, compromiso, implicación con la marca, reputación, branding, orgullo de pertenencia, eficacia en resultados económicos y otras muchas cosas.

Hace más de 30 años, las escuelas de negocio norteamericanas pusieron de moda la Ética de los Negocios como asignatura, eje motor del management y consecución de la rentabilidad económica. Y no se equivocaron mucho, pero erraron el tiro confundiendo el medio con el fin.

En un nuevo siglo, con un mundo más global y universalizado, más tecnológico y más pequeño, las personas vuelven a ser el centro del negocio.

Los «recursos humanos» fueron una expresión de éxito hace medio siglo, pero que aún hoy perdura en las empresas, las organizaciones y las escuelas de negocio. Significó ascender a los trabajadores al podio en el que ya compartían espacio otros dos recursos: el capital y la máquina (los bienes de producción). Y a los directores de Personal les permitió incorporar a sus funciones administrativas nuevas competencias de formación, comunicación interna y cultura corporativa (los intangibles).

¡Trasnochados! Se puede gritar más fuerte, pero no se puede decir más claro. ¡Muerte al cargo de Director de Recursos Humanos! No sé cómo aún podemos entregar y recoger tarjetas de personas que dicen ser responsables de los recursos humanos de una empresa.

Hace años que muchas organizaciones comenzaron a llamar a sus trabajadores el «cliente interno». Y algunas postularon decálogos en los que prevalecía ese cliente interno sobre el cliente (aquel que permite vender, facturar e ingresar).

Con el trabajador como cliente interno surgieron programas de retención del talento, servicios de carreras profesionales internas, clasificaciones internacionales de las mejores entidades en las que trabajar, campañas de emprendimiento interno, concursos de creatividad y hasta competiciones de innovación interdepartamentales, etc.

Pero las más avanzadas organizaciones hablan ya de departamentos de Personas, en los que el trabajador adquiere una nueva dignificación. Y, si se trabaja con personas, cabe pensar en formación aplicada al desempeño; pero también otros servicios aplicables a las personas más allá de su misión laboral. Por ejemplo, aparecen planes de corresponsabilidad, guarderías, servicios de gestorías y recaderos personales, instalaciones deportivas, talleres de relajación, flexilaboralidad, teletrabajo y hasta gimnasios de felicidad. Desaparece la uniformidad en el vestir, el fichar al entrar y salir, el presentismo laboral, etc.

Estas cosas no dan la felicidad por sí mismas; pero sí la pueden facilitar porque pueden ser el principio de una nueva mentalidad en los modelos de gestión.

Las grandes organizaciones ya se han dotado de un departamento de Felicidad, en el que pioneros como el Instituto de la Felicidad de Coca-Cola o las buenas prácticas del grupo Mahou San Miguel buscan pistas para implementar medidas que faciliten ambientes laborales más felices y, por ende, más eficaces para el trabajo en equipo y los resultados corporativos.

En Felicacia intentaremos aportar pistas que permitan implementar programas y departamentos de Felicidad mejor orientados a resultados, para que no se trate de una moda pasajera, sino de un principio de cambio en los modelos de gestión. La sonrisa (Smile) de Sanitas, la Felicidad en Adecco o el Corpore Sano de GoFit son buenos ejemplos para analizar al final de este libro.

Felicaz es aquella organización que cree que sus empleados son personas y que está dispuesta a arriesgar en la creación de entornos laborales que faciliten la vida de las personas que constituyen la organización en aras de mayor eficacia de gestión de la organización en su conjunto.

Luego, habrá empleados más satisfechos o menos, trabajadores felices o infelices, profesionales que merecen seguir en la empresa y otros que haya que despedir en beneficio del grupo y de los intereses legítimos de la compañía.

Sin embargo, felicacia no es buenismo; es un modelo de gestión basado en principios y valores que os proponemos una pandilla de 20 locos dispuestos a acompañarte en la aventura de cambiar el mundo, poquito a poco (como le gusta decir a Carmen Mª García, la presidenta de la Fundación Woman’s Week), pero con pasos sólidos, estables e incuestionables; porque podremos argumentar que son rentables para todos.

Felicacia y compromiso

Del alma incompleta del ser humano que anhela completarse para disfrutar con la felicidad y de la nueva alma de las empresas, en simbiosis, surge la felicacia como principio motriz de la gestión de las organizaciones complejas.

La felicacia es, pues, un doble vector que apunta a la empresa como comprometida con las personas que la integran; pero a la vez apunta también con el otro extremo al empleado que debe sentirse más exigido, más implicado, más comprometido con las personas y los objetivos comunes de la empresa.

No tendría sentido diseñar organizaciones que den, pero no reciban; que faciliten, pero no sean correspondidas.

La felicacia no es anarquía, sino confianza, corresponsabilidad y compromiso.

La generación de un nuevo clima socio-laboral más positivo, optimista, creativo y responsable debe llevar asociada en reciprocidad una mayor carga de compromise; es decir, contar con empleados más implicados con la misión y la visión de la empresa.

La creación de organizaciones felices, inteligentes y que aprenden es un principio ético de una alta dirección y propiedad (accionistas) comprometidos con sus empleados. Y esta ancla moral debe quedar impresa en la definición de empresa a través de su decálogo fundacional, su visión, su propósito y su misión.

Si la felicacia hunde sus raíces en el compromiso ético de la empresa, no quedará al socaire de modas, directivos o programas exitosos; sino que generará cultura corporativa para muchas generaciones de personas que, además, son empleados de la organización.

Como así lo defiende la Fundación Woman’s Week desde el minuto cero de su constitución. Y de esta forma las empresas y las grandes organizaciones, en general, se convertirán en el motor real del cambio en la sociedad impulsando principios y valores éticos de justicia social, igualdad, pluralidad y compromiso. Gestionando un cambio justo en y desde la empresa, nos gusta decir.

¡Bienvenidos a la Felicacia!

¡Por un mundo mejor!

¡ES POSIBLE!

 

Salvador Molina

Presidente del Foro ECOFIN y director editorial de la Biblioteca ECOFIN

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