El poder de las palabras

El debate parlamentario abre cada día los telediarios de las últimas semanas. Allí escuchamos palabras y acusaciones de falta de palabra. Comprobamos cómo usando el mismo idioma, el conflicto está en la interpretación distinta de las mismas palabras. Algunos políticos establecen estrategias generando marcos de comunicación que aíslan al contrincante político con un concepto limitante, con el uso de una sola palabra. Te califican, y te condicionan. Pero ¿son tan poderosas las palabras?

Las palabras crean realidad. Un elevator pitch fracasa si no encontramos la palabra y obtiene el éxito si el cleam es exitoso. Porque la palabra encierra realidades poderosas, llaves que abren nuestra mente e inyectan emociones, ideas y sueños.

Soñar y crear

No nos ponemos de acuerdo. ¿Sueñan nuestras ideas, nuestras palabras o, simplemente, las débiles sombras de las palabras como siluetas poco definidas y difusas?

Lo cierto y verdad es que, soñemos como soñemos, cuando amanece la vigilia, las ideas se visten y acicalan de palabras. Durante el día, las palabras desfilan por nuestra mente bien definidas y conceptuadas. Esas palabras se unen y se separan, cohabitan o viajan, se contrastan con otras y con otros, llevan maleta de viajante, son pegajosas y golosas, a veces engordan, mientras que otras son enjutas, austeras, claras, precisas.

Las palabras son amigas fieles que nos acompañan desde la infancia a la tumba. A veces nos convierten en esclavos de esas ideas. Otras veces somos hijos herederos de ellas. Nos han explicado que valemos más por lo que callamos, que por lo que decimos. Pero sea verdadero o falso, la unidad de medida son nuestras palabras, esas que los monos orientales callan, no quieren ver y hasta se niegan a oír.

El profeta nos dijo que la palabra nos hará libre; porque hasta definió a la Palabra como el mismísimo Hijo de Dios. Y la fuerza de la palabra mueve montañas, obtiene la salvación y hasta da el poder creador. El Génesis no habla del Big Bang como explosión cósmica, sino que relata el Big Bang como una implosión desde el Creador que, mediante la palabra, hizo nacer el Cosmos, para luego fijarse en la creación de la Tierra, de los elementos que la conforman, de los seres inertes, de los seres vivos y hasta del Hombre. Porque dijo aquello de hágase… y se hizo. ¡La palabra!

En el colegio nos advirtieron del poder de las ideas, aquellas que tienen el imperio de mover el mundo; más en el fondo, nos querían advertir de lo peligroso de manipular palabras y sus reactivos, porque en el laboratorio de las ideas, las palabras son formulaciones químicas inestables, volátiles, reactivas y con alto poder explosivo. Jugar con las palabras es como manipular TNT. Manosear las palabras es dar un juego de química a un pirómano.

La Lingüista quiso diseccionar las palabras en el quirófano de la Ciencia. Defiende que las palabras son cuerpos inertes compuestos de formas que admiten autopsia. Un exoesqueleto en el que separar sus raíces de los postizos impostados de prefijos, sufijos, aumentativos, diminutivos, compuestos, derivados y otras prótesis morfológicas. Y las raíces pueden aún desmenuzarse en árboles genealógicos que explican su origen, sus familias, su viaje en la historia y sus parientes cercanos.

La Semántica, en cambio, es la ciencia de las almas de las palabras. Es la más dudosa de todas las disciplinas de la Palabra, porque mientras la Sintaxis o la Morfología admiten las ciencias exactas y el método científico, la Semántica se acerca más a la Cienciología.

El significado adherido a los significantes suelen ser objeto de teorías poéticas más o menos creíbles, basadas en un cierto consenso positivo absolutamente inestable. Tan inestable, que un órgano permanente de Sabios de la Palabra hace el ejercicio médico anual de dar altas y bajas a aquellas palabras enfermas o neonatas.

Esas reales Academias publican anualmente su diccionario en el que admiten neologismos, barbarismos, tecnicismos, localismos…; pero también lenguajes de jerga o de tribus urbanas, deformes Quasimodos que semánticamente han perdido algún miembro o han sido sustituidos por otros.

Las palabras cobran vida

Pese a todo, el poder de las palabras da y quita Gobiernos, salvan o condenan a los reos de la Justicia, consiguen Premios Nobel o son encerradas en el Index Librorum de la católica Iglesia. ¿Por qué?

Nadie lo sabe. Quizá es porque las palabras tienen vida propia. Esa vida evolutiva que obliga a levantar acta de nuevas acepciones en cada edición del diccionario de la Real Academia de la Lengua. E igual que nacen, también mueren palabras, o pierden uso, o pierden acepciones arcaizantes al fallecer a la par que las ideas o los objetos que representan desaparecen de nuestras vidas. Son instrumentos de nuestra inteligencia encadenadas a los instrumentos de nuestra propia historia, ciencia, creencia y tecnología.

“De la idea a la palabra y de la palabra a la idea”. Es un eslogan que durante décadas fue el frontispicio de uno de los mayores estudiosos de la palabra, el maestro Julio Casares. Este lingüista ideó un instrumento enormemente útil para creadores, escritores y poetas, mucho antes de que Google y otros buscadores explotaran el big data. El Diccionario Ideológico de Julio Casares aportaba largas sagas de palabras conectadas con una palabra fuerte -conceptualmente poderosa- de la que emanaban no sólo sinónimos, sino también palabras relacionadas, semánticamente emparentadas por la significación, no por su morfología. Por ello, cualquier autor buscaba a cada paso la palabra justa, y esa palabra justa para expresar su pensamiento estaba arropada en el diccionario de Casares junto a otras amiguinchis que significaban cosas parecidas, pero no exactamente lo mismo. Un diccionario de palabras afines que conformaban pandillas semánticamente emparentadas, algunas eran hermanas de sangre, pero la mayoría eran parientes lejanos.

Esa riqueza de matices que representa el ejemplo aportado es gran parte del poder que encierran las palabras. Yo diría que cada palabra es única. Niego que existan los sinónimos, entendidos como clones totalmente simétricos. Y es que la vida nos enseña que pueden nacer hermanos gemelos o mellizos, pero siempre como individuos distintos. Con ciertas semejanzas, eso sí; pero cuyas almas individuales les hacen ser personas diferentes, con distinta personalidad.

Esas son nuestras compañeras de viaje. Somos esclavos de nuestras palabras y reos de nuestros silencios. Somos evolución íntima de ellas. Se amamantan del alimento interior que le aportamos con nuestras lecturas, nuestras visiones, nuestras escuchas. A veces, se suman; mientras otras se debaten en duelo.

No siempre ganan nuestras favoritas. A veces nos esclavizan. Otras, en cambio, nos elevan sobre el entorno vital. Es cuando escuchamos aquello de que podrán encarcelar nuestro cuerpo en una prisión, pero nunca podrán encarcelar nuestra libertad, una libertad interior construida con los ladrillos de las ideas, los anhelos, los valores, los amores y las emociones. Todas ellas, simplemente: palabras.

Cuando queremos comprometernos en cuerpo y alma con alguien, le damos lo más valioso que tenemos: nuestra palabra. El contrato más veces firmado en la historia de la Humanidad se firma con ellas. El matrimonio es ese compromiso contractual universal en el tiempo y el espacio. Un acuerdo oral que asumimos en presencia de terceros, pero que basamos en un: “sí quiero”.

Durante milenios, los contratos de compra y venta se cerraban en las ferias de ganaderos y artesanos con un apretón de manos y con la palabra dada. Porque un hombre de palabra es el grado máximo en la excelencia de la moral y los valores sociales. Y hoy en día, las redes sociales y los perfiles digitales están basados en una de esas excelencias propias de la palabra: la coherencia; es decir, que la palabra del relato digital sea coherenteconstante, consistente, veraz, real y contrastable. En el fondo significa que las publicaciones asociadas a nosotros en Facebook, Instagram o LinkedIn sean la palabra dada en nuestro perfil social.

Terapia de las palabras

Las modernas teorías del Pensamiento Positivo han re descubierto a la Palabra. Postulan una realidad indubitable: pensamientos negativos generan realidades negativas, mientras que pensamientos positivos construyen realidades positivas. Esta es la magia de la palabra, que tiene capacidad de creación de la realidad. Porque si amanecemos con la autoestima del pensamiento positivo y tarareamos la canción de que “hoy puede ser un gran día, plantéatelo así…”, pues será más fácil que realmente llegue a ser un gran día. En cambio, si comenzamos a lo Leoncio León y Tristón: “Oh Cielos, qué horror…”; pues acabaremos como mucho a lo pollito Calimero, diciendo al final de cada episodio de nuestro día aquello que él sentenciaba al acabar sus historias: “Esto es una injusticia, amiguitos”.

Somos lo que comemos, dicen los dietistas. Yo diría más, porque el alimento del alma son las palabras: “Somos lo que pensamos; porque somos las palabras que pronunciamos en el silencio de nuestra intimidad”. Toda una cultura de la palabra se asienta en esa coetánea industria del Buenismo en la que transitamos con cierta pegajosidad. Las tiendas de regalos, los e-commerces, las librerías y las redes sociales están saturadas de una ingente oferta de frases emocionales y autocomplacientes. Nos llegan impresas en camisetas, agendas, tazas, bolígrafos, libretas, gomas de borrar, lamparitas de noche, bombones o emoticonos de WhatsApp. ¡Es la industria de la Autoestima!

La sociedad actual está enferma. Todos hemos sido llevados a una terapia de grupo. Y en esos círculos terapeúticos de auto-ayuda repetimos frases estimulantes para superar el estresante mundo social que hemos construido: autoexigente, competitivo, acelerado, agitado, solitario, sin corazón. Algunos queman testosterona y cortisol en los gimnasios, los parques o el running callejero. Pero no es suficiente.

Todos necesitamos nuestra dosis diaria de las cuatro hormonas de la felicidad: dopamina, serotonina, endorfinas y oxitocina. Por ello, compartir buenos deseos, buenas palabras. El fondo de escritorio de nuestros ordenadores nos desea buen día. La taza del desayuno nos pide una sonrisa. La tapa de la agenda nos recuerda la amistad. La funda del teléfono móvil nos saca una desgastada sonrisa ante unas palabras ya quemadas por la reiteración diaria. ¡La palabra construye la magia de nuestra realidad diaria!

Magia oculta

¡Magia! Sí, las palabras tienen razones; pero, sobre todo, tienen magia. Quizá por ello toda la historia de nuestra literatura fantástica se apoya en palabras poderosas capaces de hacer conjuros, hechizos y encantamientos. Desde el clásico ‘abracadabra’ al ‘alohomora’ de Harry Potter.

La magia de las palabras le aportan un poder, tanto para el que las pronuncia como para el que las padece. Porque las palabras son condicionantes para las personas proclives a ello, para las llamadas supersticiosas. Pero ¿sólo para los supersticiosos? Es eso y mucho más…

Hay palabras buenas y palabras malas. Tener una mala palabra es sinónimo de expresar un mal deseo hacia alguien o, sencillamente, insultarle. El mismo concepto de la maldición está presente en la vida y la historia universal. ¡Y no son más que palabras, pronunciadas o deseadas! Pero lo mismo ocurre a la inversa. En la propia Biblia se implora a padres, profetas y seres divinos que impartan su bendición como un amuleto indestructible frente al mal. Más aún, un centurión romano pide a Jesucristo un milagro de sanación sobre un ser querido; pero para no molestar al maestro que es un superior jerárquico, le sugiere que utilice la palabra, “porque sólo una palabra tuya bastará para sanarlo”.

La palabra es magia. Y la magia se construye con el poder que va más allá de la carcasa física. Y aunque hay palabras sabrosas de pronunciar por su significado personal (palabras favoritas) o por su cacofonía (supercalifragilísticoespialidoso), si usted realiza una búsqueda por internet de cuáles son las palabras mágicas, quizá se sorprenda al ver que los primeros lugares de la búsqueda no le llevan al abracadabra, sino a otras palabras del pensamiento positivo que consideramos mágicas por su poder: gracias, perdón, por favor. Esta es la trilogía mágica, aunque hay hijas menores como: buenos días, permiso, disculpa, me prestas, adiós. Y este aprendizaje se focaliza en los más pequeños de la casa para generar una educación en valores, pero también para fortalecer su sociabilidad.

La palabra es lo que buscaba el mago gris Gandalf para abrir la puerta de las cuevas de la montaña de Moria. O la que utilizaba Alí Babá y sus cuarenta ladrones para acceder a sus tesoros protegidos: ‘¡Ábrete Sésamo!’.

Vivir de la palabra

Siempre ha habido profesiones ligadas a la palabra: juglares, cuentacuentos, canta-autores, evangelizadores, poetas, escritores, oradores, predicadores, demagogos, políticos, filólogos, interpretes, traductores, charlatanes de feria, comediantes, periodistas, locutores, actores, humoristas, monologuistas, etc., etc.

La palabra esta viva y da vida. Las profesiones de la palabra no sólo no decaen, sino que aumentan con el paso del tiempo. Y en la segunda mitad del siglo XX, el mundo empresarial descubrió la importancia de la palabra a través del nacimiento de la Publicidad, del Marketing y de la Comunicación. Y como menos es más, más poderoso que el relato (el) de la empresa o la argumentación publicitaria, surgió el conceptualismo del marketing en la marca y la disciplina del Branding.

Los creadores de marcas condensan en un nombre todo el poder de una identidad corporativa: sector, producto, valores, principios, misión, visión, país de origen, cultura corporativa… La marca es un ideograma que intenta condensar todo ello, para que cuando escuchemos Apel, no pensemos en comernos una manzana; sino en tecnología, moda, exclusividad, lujo, calidad… Estos son los valores de la marca, de la palabra. Porque la palabra es una cebolla con muchas capas y cuando más capas: más precisa, más rica, más poderosa y vital.

Los creativos de las empresas de branding aman y usan las palabras; pero también son creadores capaces de dotarlas de nuevas acepciones, significados y valores. Y tras su trabajo, nadie pondrá en duda que IKEA es una empresa sueca o que Neutrógena es una fórmula noruega. Pero no sólo crean desde la nada, como en estos casos de marcas con capa de marca país incrustada en su corazón más íntimo; sino que también trasmutan, y recogen los valores asociados a un nombre como Mango, para vender moda joven, fresca, apetecible, jugosa y ¡frutal! Para vender verduras no hay que llamarse Appel o Mango, pero para vender atracción, igual sí que podemos usar nombres frutales.

Todo tiene un precio

Hoy en día, las palabras tienen un precio. La nueva economía digital nos ha enseñado en el siglo XXI que el principal activo de una compañía son sus intangibles; y de modo muy especial, el valor de las palabras que posee la empresa: marca corporativa, marcas de producto, marcas de servicios, nombres de certificaciones o sellos de calidad… Empresas de consumo como Nike o Guess no tienen grandes activos físicos (ni fábricas, ni tiendas) ni patentes industriales; sino que el valor de sus empresas es la reputación de sus marcas, el deseo de sus clientes por lucir sus enseñas en gorras, pantalones o relojes. Por ello, su valoración contable está fundamentalmente en el precio de sus palabras.

La maximalización de las palabras-marca la encontramos en las marcas de lujo. El mismo bolso, con la misma calidad, diseño y materias primas vale distinto si pone el nombre de Gucci, Louis Vuitton, Armani, Loewe… o simplemente Julia, Andrea o Boutique Lola. Así que, ¡hay que ver cómo cotizan al alza ciertas palabras!

En definitiva, las palabras trascienden a sus creadores. Tienen vida propia para crecer, expandirse, aumentar su prestigio y/o su precio; aunque también pueden caer en desuso, descredito o valor. Mas tengamos todos cuidado con los magos, los manipuladores, los sofistas y los estrategas de la comunicación. En fin, todos aquellos que trabajan la palabra con una intención perversa de condicionarnos.

La comunicación política construye territorios para acorralar al adversario político en una palabra o concepto: “Son las tres derechas”, “el feminismo es de izquierda”, “feminacis”, “muerte asistida”… Aquí rozaremos muchas veces las llamadas palabras tabú en búsqueda de sustitutivos genéricos que nos aporten una visión diferente de la misma realidad; pero siempre, con una carga importante de ideología e intencionalidad en el relato.

En la comunicación comercial y publicitaria, la pegajosidad de las palabras dulces están cargadas de una ambigüedad suficiente para ser atractivas y esquivas en la realidad que ocultan. Palabras blandas que nos resulta difícil definir en una formulación precisa: bio, saludable, ecológico, vegano, zero, ligth, sin, free, orgánico, eco, sostenible… ¿Qué queremos decir? En realidad, nada; porque lo que se pretende el marketing de productos es sugerir (sin definir) para que cada cliente sea quien lo defina a su antojo en función de su creencia.

¿Son sólo palabras?

No digo más.

 

Salvador Molina, presidente del Foro ECOFIN, autor de los libros TalentocraciaFelicacia.

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