Desde épocas remotas, los humanos hemos vivido en tribus, y todavía hoy hay tribus antiguas que sobreviven en zonas recónditas. Las tribus se caracterizan por estructuras jerárquicas en cuyo vértice el líder se apodera de la situación, toma el poder para sí y domina al resto de miembros de la tribu. Las tribus fueron evolucionando y se convirtieron gradualmente en señoríos, condados, marquesados, reinados y más tarde en estructuras estatales gestionadas por autócratas o por democracias.
En este proceso evolutivo la naturaleza del líder y de los liderados ha ido cambiando. Con el tiempo, el líder ha ido perdiendo poder conforme se empoderaban los liderados. La forma única de empoderamiento es la educación, la mejora de las capacidades, los conocimientos y la experiencia individual fruto del trabajo, la curiosidad o el estudio, “ de la calidad de la vida que se vive”. A esto se unen los valores, sean morales o religiosos, ya que proveen de un armazón de comportamientos individuales y colectivos que dan forma a la “cultura” de una sociedad. Cultura no se trata en este caso de ser cultos. Si conocemos la cultura japonesa, nos resultará imposible encontrar una similar en el resto del mundo salvo algunos elementos en Corea o China, pero lo mismo sucede con la cultura de Finlandia o de Estados Unidos. La cultura está muy ligada a la noción de identidad, los vínculos compartidos que vertebran los valores que permiten la sensación de decir “somos un pueblo que va a un sitio”.
Este empoderamiento a través de la educación y los valores singulares de cada cultura ha dado lugar a sociedades o países ganadores y perdedores. Y lo seguirá haciendo en el futuro. ¿Pero como definimos países ganadores y perdedores? “El producto interior bruto no lo es todo…”, argumentan quienes defienden que las poblaciones de Nepal o Bután son las más felices del mundo, pero ello no hace a su modelo de vida ganador o exportable, sino una circunstancia recóndita e interesante en la cordillera del Himalaya. Los países ganadores son aquellos que ofrecen más opciones a sus habitantes. De desarrollo personal, económico y social, los que atraen talento y empresas de otros países, con una combinación su cultura, su paso por la historia y su nivel de preparación para el éxito económico de sus sociedades. Finlandia y los países nórdicos ocupan la cabeza del ranking mundial de felicidad.
Hay que medir la educación de las sociedades usando un nuevo prisma. La universalización de la educación en buena parte del planeta ha creado una estructura de mínimos, pero ya no es suficiente medir niveles de escolarización, alfabetización o titulados universitarios. Para entender el nivel de educación de una población determinada hay que entrar en las tripas de los informes PISA, en el tipo de carreras, en la calidad de las universidades, en la investigación académica, inversión pública en investigación y desarrollo, en la colaboración público-privada en el emprendimiento, en los ratios de lectura, en el estilo de vida y cultura.
Esto es así porque estamos ante la mayor revolución de la historia: la revolución del conocimiento. Gutenberg con la imprenta y Lutero con su interpretación de la Biblia revolucionaron la forma de recibir el mensaje de Dios y crearon el germen del humanismo, de la Ilustración y de todos los avances en el pensamiento, la ciencia y tecnología. Occidente se situó a la cabeza del progreso mundial, y en el siglo XXI Google nos ha abierto las puertas a la inmensa librería que es el mundo, Facebook ha creado comunidades a que crecen con sus algoritmos, y Apple o Samsung han creado dispositivos que permiten acceder a casi todo desde cualquier parte.
El Covid-19 ha acelerado la revolución del conocimiento, y la economía y la sociedad será más digital que nunca. Y es necesaria una educación, una forma de educar, unos contenidos y unas habilidades que ya antes del Covid-19 estaban llamando a nuestras puertas. Unos países abrieron las suyas y otros las mantienen cerradas. Hay países y sociedades que están dispuestos a experimentar permanentemente porque saben que su fortaleza reside en estar en la vanguardia del conocimiento. Otros se conforman con seguir a los primeros, y unos terceros simplemente no saben lo que está pasando en el mundo, mirándose extasiados el propio ombligo o incapaces de entender la lengua que se habla en esa compleja e inmensa torre de babel en que se ha convertido el mundo.
La educación siempre ha sido la base de la desigualdad. Ahora, en el futuro y siempre. La educación define las diferencias entre sociedades ganadoras y perdedoras.
Somos las personas, empoderadas con nuestras decisiones individuales, quienes decidimos cómo nos acercamos a todo este conocimiento universal. Ya no somos las tribus del pasado, aunque los líderes del presente nos traten como masa yerma para experimentos ideológicos o como animales de laboratorio producto de su gestión política. Desde el yo interior, siempre estaremos mucho más cerca de dibujar nuestro futuro por más que el entorno nos haga creer que el cambio es imposible.
El entorno son los líderes que dirigen las modernas tribus del siglo XXI, los estados democráticos, autocráticos o dictaduras que gobiernan el mundo. El empoderamiento individual es producto de la acción responsable de los gobernantes y gobernados. Una de las formas más efectivas de empoderarse es realizar cambios selectivos en nuestra vida a través del conocimiento y aplicación de experiencias de éxito que otros han tenido. Y esto aplica también a los países. Países como Japón iniciaron con la revolución Meiji de 1858 copiando el sistema de leyes francés, la estructura del ejército alemán y de la marina británica, mientras en la educación fueron copiando lo mejor del modelo francés, el americano y el alemán. Japón es hoy con 126 millones de habitantes el tercer país del mundo, un país que se refundó tras la debacle de su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Algo similar podría decirse de Alemania. Son países que tuvieron líderes trascendentes como los líderes de la Revolución Meiji tras los shogunes Tokugawa o Konrad Adenauer, Willy Brandt o Helmut Kohl en Alemania.
Estas preguntas son las que yo me hago cuando evaluamos a nuestros líderes y a los ciudadanos como liderados.
¿Conocen nuestros líderes el contexto global en el que han de desarrollar la gestión del país?
¿Están nuestros líderes mirando hacia al exterior de cara a desarrollar una visión inspiradora de las soluciones a los problemas acentuados en la sociedad por el Covid-19?
¿Tienen nuestros líderes madera para el rol basada en su experiencia y actitud ante lo que desconocen?
¿Quieren nuestros líderes una sociedad que avance en progreso económico sabiendo que el progreso social es siempre una consecuencia?
¿Somos conscientes los liderados de que todas nuestras opciones de futuro como personas y sociedad pasan por nuestras decisiones y acciones individuales?
¿Somos conscientes los liderados que nuestros líderes son el reflejo de nuestras acciones y decisiones individuales?
Empoderarnos no es algo que los líderes nos ofrecen, es algo que cada persona toma para sí. Si no nos empoderamos a través de nuestras acciones individuales, los líderes se apoderarán del poder. Los líderes son el reflejo de los liderados, especialmente en sociedades débiles, con identidades y creencias fragmentadas.
Enrique Titos, consejero independiente y consultor de Innovación Abierta.