Cuando el conocimiento no conlleva poder

Artículo realizado por: Salvador Molina, presidente de ECOFIN, José Luis Zunni, director de ecofin.es, Javier Espina Hellín, exdirector de relaciones internacionales de ESIC y miembro de ECOFIN Business Schools Group, y Eduardo Rebollada Casado. 

Estamos en un momento crucial de la sociedad global, en el que nos planteamos muchos interrogantes porque los cambios se están dando, como diría Alvin Toffler, con celeridad y una preocupante profundidad. No quedan exentas de esta transformación las instituciones académicas; en concreto, las escuelas de negocio.

Deben estar atentas y preocupadas hacia dónde nos dirigimos como sociedad y cuál es el papel que tienen que jugar, incluso en la alta política. Porque dejar fuera del juego político a universidades y escuelas de negocio es un error. Porque en ellas se genera y se aplica el conocimiento científico. En ellas se desarrollan teorías que son probadas en años posteriores por la gestión que los gobiernos, por ejemplo en materia económica, han hecho de las diferentes crisis habidas desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

Francis Bacon afirmaba “knowledge is power itself” (el conocimiento es poder en sí mismo), lo que en plena vigencia de la sociedad de la información y el conocimiento, pareciera que el pensamiento del gran filósofo inglés adquiere valor axiomático. Pero justamente lo que hoy debatimos en esta tribuna es que en los hechos, el conocimiento queda en una gran mayoría de situaciones subordinado al que es el auténtico poder de facto: élites económicas, lobbies, think-tanks, etc. La subordinación del todo (como concepto ontológico) al poder de turno. En realidad, esto es lo que sucede y siempre ha sido una amenaza para el juego democrático limpio y la transparencia de las instituciones democráticas.

Veamos por ejemplo, qué ocurre en nuestro entorno europeo o a nivel local de España. La prevalencia de unos pocos que opinan (lobbies, foros, plataformas, etc.) choca generalmente con una gran mayoría de intelectuales, pensadores, economistas, etc., que creen exactamente lo contrario.

Los líderes de Bruselas que hacen prevalecer sus criterios políticos y económicos, por ejemplo, en materia de gasto y reformas, están frontalmente encontrados con decenas, por no decir cientos, de reputados economistas, pensadores, filósofos y politicólogos (algunos de ellos Premios Nobel), que vienen explicando desde antes de la crisis, durante y ahora a la salida de la misma, que lo que se está dictaminando desde el poder, no está en línea con el pensamiento general muy cualificado: lo que se llama el conocimiento científico.

En términos prosaicos: la oposición entre grupos de poder y el conocimiento académico. O sea, los lobbies terminan imponiendo siempre sus ideas sobre ese conocimiento científico que está indicando qué tal o cuál medida de política económica no es la adecuada, por ejemplo, para salir de la crisis y expandir la economía.

A veces, el grado de influencia es más diluido, otras no lo es tanto. Y esto tiene directa relación con la proximidad de esas personas y grupos de presión y opinión respecto al poder.

Los asesores (pensadores) más próximos al poder son los que imponen sus líneas teóricas, aunque estén muy distantes desde el punto de vista conceptual de las ideas de premios Nobel de la categoría de Paul Krugman o Joseph Stiglitz, que opinan lo contrario.

Si buscamos algunas de las causas de los problemas que la falta de liderazgo político tiene en Occidente, se debe principalmente a que los líderes políticos han hecho caso omiso a un consenso profesional de conocidísimos expertos en distintas materias, fundamentalmente por razones de cercanía.

¿Qué otra cosa echamos en falta en estos asesores próximos al poder?

No es bueno generalizar, pero basta con ver las experiencias recientes para concluir que uno de los problemas más serios es la falta de formación adecuada al cargo y responsabilidad, porque se han premiado otras facetas de la persona, como el tiempo que lleva en el partido, empatía, lealtad, etc.

Esto no es un problema exclusivo de España. Porque en todos los gobiernos la gente que forma parte de grupos técnicos de trabajo, terminan delegando (externalizando) algunos estudios a grupos o personas con las cuales a su vez mantienen una relación o tienen alguna referencia desde el mismo poder que indica que hay que consultar a dichas personas.

La cuestión es que el que toma la decisión siempre da importancia al que tiene más cerca (dentro o fuera del gobierno). En otros términos: aquí la proximidad tiene más enjundia que el propio conocimiento.

¿Cuál es la consecuencia de proceder de esta forma?

Evidentemente, se eleva la probabilidad de cometer errores por tomar decisiones que no son apropiadas o las más convenientes para afrontar una determinada cuestión.

Esos colectivos de gran influencia por el reconocido prestigio y conocimiento que se les atribuye (centros de investigación, institutos de estudio, universidades, escuelas de negocio, etc.) están en posesión del conocimiento, pero las personas que supuestamente deberían decidir no tienen la capacidad técnica adecuada para poder valorar y elegir una salida técnicamente correcta. O sea que se da la paradoja de que los que tienen mayor influencia doctrinaria no son los que terminan influyendo (en general) en las decisiones de política que se terminan implementando. Casi en general, los que influyen y están próximos al poder, desoyen voces muy autorizadas por intereses partidistas o económicos, cuando no de grupos de influencia próximos al poder y no se alinean en función de los intereses genuinos del país.

La probabilidad de que el gestor público elija bien es muy baja, porque su criterio es de cercanía, no de conocimiento. De ahí que conocimiento no necesariamente equivalga a poder, más bien todo lo contrario. Amén de la docilidad (a veces hasta ser pusilánimes) de los miembros que están porque son leales y no por competencia profesional.

Vendedores de recetas económicas

Paul Krugman lo ha definido esto muy bien explicando que hay dos tipos de economistas: los que se dedican al estudio y la investigación para que las decisiones económicas que se tomen se tenga un conocimiento científico de cómo han funcionado en el pasado, cuáles son los inconvenientes de determinadas medidas, por ejemplo en la distribución de la riqueza, etc.; existe otro grupo de economistas, los ‘vendedores de recetas’, que son los que elaboran dictámenes de cómo debe actuarse en determinada política económica que venga bien para lo que el gobierno de turno quiera escuchar, porque a su vez le conviene transmitir de determinada manera y denominación a la ciudadanía. Los primeros son los que en realidad hacen progresar la ciencia económica y logran mejoras con el tiempo en la aplicación de las políticas; los segundos, sólo tienen efectos electoralistas de corto plazo, prescindiendo del interés científico de la propuesta y menos aún, interesándose si hay otras que sí sean las auténticas recetas para la cura del problema al que se enfrenta el gobierno.

Es evidente que esto delata dos problemas en una sociedad, por más moderna y abierta que sea: la necesaria formación de las élites gobernantes, en función de cuál es el real conocimiento científico probado por la historia económica reciente; la contumaz y recurrente aplicación de medidas que no responden a la doctrina ni a esos grupos de expertos destacados, sino a los intereses de los que están influyendo en el poder y que hacen que éste legisle en sentido de sus intereses. Lo que el afamado economista Galbraith llama ‘la cultura de la satisfacción’, en relación a que las decisiones del poder de turno van más dirigidas a los diferentes colectivos que influyen desde su parcela de poder en las decisiones de los que se suponen deben ejercer el poder. A esto Galbraith lo bautiza como ‘satisfacción’, porque hay que satisfacer de alguna u otra manera a los que apoyaron, financiaron, eligieron, etc. a los que gobiernan.

Si una mentira se repite cien veces se convierte en verdad

Muchos avezados gestores económicos repiten en términos de comunicación tipo mantra ideas o propuestas que resumen a modo de eslogan, verdades económicas que para ellos son incuestionables, por ejemplo, afirmar que “esto es lo que los mercados quieren”.

Evidentemente lejos de ser verdad, es un auténtico disparate, porque los mercados no son los que deben regular las conductas económicas, sino los gobiernos con sus mecanismos naturales de intervención, como la política fiscal, la regulación del crédito o el encaje bancario. La economía debe estar regulada por las autoridades de los países, o de los grandes bloques político económicos como la UE, no por los mercados. Y como para muestra basta un botón, la larga crisis que aún seguimos padeciendo que no nos deja despegar económicamente en Europa, se debe a que justamente se saltaron todos los mecanismos de control y el mercado fue en los hechos el que dictó las órdenes. Esto no debe ser así. Creemos en un mercado libre, pero tiene que estar regulado.

Las escuelas de negocio como actores principales en la sociedad

Las escuelas de negocio deben convencerse de que son actores principales en la sociedad actual y ejercer con determinación su papel. Es una labor independiente y de crítica libre. No asumir su responsabilidad como actores sociales es dejar el camino libre a los grupos de poder.

Pero en su ADN, al menos en España, pareciera que no está este rol, a diferencia de cuando en sus orígenes en los años 50 surgen como necesidad de servicio a toda una industria que en ese momento en Estados Unidos estaba generando las grandes corporaciones industriales y demandaban mayor formación para sus directivos.

O sea que hubo una respuesta y compromiso a las necesidades de la época. ¿Qué compromiso hay hoy en este tiempo presente? Ninguno.

Lamentablemente se siguen posiciones que persiguen una postura políticamente correcta (no ir contar el establishment), lo que hace que se le hurte esa condición o necesidad de crítica.

Estamos a tiempo de rectificar. Hacerlo es de sabios.

 

 

 

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