Egipto, escuela de directivos

La historia es una gran maestra. Lástima que en ocasiones cuente con discípulos desatentos que no se esfuerzan por obtener fruto de sus provechosas lecciones.

Con estas ideas en la cabeza comencé hace tres años una investigación que ha culminado en fechas recientes en el libro “Egipto, escuela de directivos” (LID editorial). A lo largo de los más de tres mil años que componen el prolongado devenir de la civilización desarrollada en las orillas del Nilo se destilan innumerables enseñanzas.

Con mayor profundidad que muchos contemporáneos, los egipcios eran conscientes del valor de la palabra. Para ellos, la verbalización no suponía sólo la repetición de un mensaje, sino la creación –o recreación- de una realidad. Mencionar algo o a alguien era concederle relevancia, volver a actualizarlo. Callar sobre algo o sobre alguien involucraba la condena al ostracismo. Cuando se pretendía una damnatio memoriae (un anticipo de la desmemoria histórica que tanto se ha practicado en España… y en Europa), se suprimían con martillo y cincel los jeroglíficos donde se mencionaba a un faraón o faraona. De ese modo, nadie podría repetir su nombre. ¡Cuántas organizaciones sectarias obran de forma semejante en nuestros días!

Los egipcios ensamblaban el aprendizaje del pasado con las ilusiones del futuro para diseñar el presente. Los directivos no se improvisaban. Se dispuso un sistema de formación individualizado para facilitar el desarrollo a quienes con el paso del tiempo llegarían a ocupar puestos preeminentes. ¡Ojalá hoy se obligase a la clase política a formarse como entonces se hacía! Al menos, se nos evitaría el mal trago de la vergüenza ajena que se experimenta al contemplar debates parlamentarios y/o tertulias políticas o económicas.

El Imperio del Nilo fue modelo de gestión en múltiples aspectos. También, por contra, de lo que no debería repetirse. Por ejemplo, escudarse en una institución para dañar personas. Las organizaciones, entonces y ahora, deben diseñarse para servir a los implicados. Nunca para aprovecharse de los sujetos pasivos, que no perciben sino incrementos de impuestos con escasa o nula ejemplaridad por parte de quienes manejan el timón. Entonces como ahora, sindicalistas y directivos se situaban bajo el foco de la sospecha, con aplastante justificación.

Egipto no es una civilización más: es el origen de innumerables conceptos que los griegos asimilarían y los romanos aplicarían de forma pragmática (lo he explicado en “Roma, escuela de directivos”, LID). Bien saben los más avezados que hablar de griegos y romanos es hablar de nosotros mismos. Hacerlo de los egipcios, también, y con más motivo.

Quienes se aquietan con soluciones epidérmicas para sus organizaciones no deben leer “Egipto, escuela de directivos”. Quienes, por el contrario, no se contentan con las propuestas de la autoayuda y aspiran a conocerse mejor para edificar su existencia y sus proyectos con sólidos cimientos pueden encontrar en esa apasionante civilización fundamentos consistentes. Entre otros motivos, porque gran parte de la antropología que hoy en día es añorada por los directivos más espabilados fue diseñada entre Menfis, Amarna y Alejandría.

 

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